6/05/2005

Notas de viaje.

Henos por fin de vuelta de nuestra excursión a la tierra de los grandes lagos. Nuestra primera parada fue Green Bay, Wisconsin, donde a mí me sobrevino el antojo de pan de queso, según yo una especialidad de la región. Pero resultó que en Green Bay nadie había oído hablar del dichoso pan de queso que yo jurara famoso, así que, harto de sentirme el gilipollas de la canción Marieta, y pese a que la ciudad nos pareció sorprendentemente agradable, abandonamos Green Bay rumbo al norte, en busca de auténtico queso de Wisconsin. Por supuesto, todo fue salir de la gran urbe e inmediatamente encontramos un buen número de ubres generosas. En un pueblito mísero en la esquina noreste de Wisconsin, de cuyo nombre no puedo acordarme, nos suministramos del codiciado producto por fin. Minutos más tarde rodamos rueda por primera vez en Michigan, y arribamos al encantador pueblito llamado Menominee (de ahora en adelante pronunciado Mmmmm-e-no-miní, tú-túuuu-tururu). La buena fortuna quiso que parásemos a comer en un cafecito precioso con vista al lago, donde nos sirvieron mejor comida de la que podemos conseguir en nuestro terruño en Illinois. Es aquí, en Menominee, que formulé una de esas conjeturas simplistas, y probablemente erróneas, de las que suele preciarse cualquier antropológo amateur medianamente audaz. A medida que uno se desplaza de sur a norte en los EEUU, la clase media trabajadora cambia de conservadora a moderadamente liberal, he ahí la "observación" en pocas palabras.

Dejamos Menominee en busca de aventuras, y ¡vaya si las encontramos! Primero visitamos un manantial transparente llamado Kitchi-iti-kipi, donde observamos truchas nadando en el fondo. Luego acampamos en un sitio llamado Indian Lake, donde nuestro hidalgo geómetra enfrentara por primera vez a la armada de zancudos vampiros que le persiguiera durante el resto del viaje. La primera batalla fue menos sangrienta que las que le seguirían, pero no por ello deja de ser memorable. Menos memorable fue nuestra primera batalla por encender una fogata decente, a pesar de que triunfamos al fin.

La madrugada del día siguiente nos encontró en la carretera huyendo del campamento, en busca de mejor suerte a orillas del lago Superior, de supuesta superior calidad. Como nos habíamos levantado tempranísimo, el día se nos hizo interminable. Primero exploramos, antes de la hora del desayuno, los vericuetos del parque llamado Pictured Rocks National Lakeshore. Yo aún sospecho que estuvimos muy cerca de un oso negro (escuché un gruñido un tanto singular cuando caminábamos en el bosque), pero es posible que haya sido delirio de geómetra errante, no más. Eso sí, vimos huellas de osos en la playa. De lobos y coyotes, nada. Luego visitamos una reserva de aves un poco al sur, donde observamos un buen número de objetos voladores no identificados, no identificados por mí, al menos, merced a mi vergonzosa ignorancia de los rudimentos de ornitología. Quizás lo más espectacular fueron los nidos las fortalezas de las águilas, algunos algunas de los cuales llegan a pesar dos toneladas. Una vez finalizado nuestro paseo ornitológico, fuimos a visitar una enorme jaula de osos negros. El dueño es un individuo que tiene, aparementemente, una relación sumamente cordial con sus prisioneros, al punto de que los visitantes pueden, si se atreven, entrar a la jaula de los cachorros para jugar con ellos. K. y yo no pudimos resistir la tentación, y los ositos nos recibieron de lo más contentos. Jugamos con ellos un rato, y el más confianzudo hasta se sentó en las piernas de K. Como si todo esto fuera poco, luego visitamos las cataratas del Tahquamenon, donde aprendí que el nombre de los arces en la lengua de los Ojibwa es issibakwatha inniatig, o algo por el estilo. Finalmente, hartos de batallar contra los zancudos, decidimos alquilar un cuarto en un motel en Sault Ste. Marie.

Sault Ste. Marie resultó ser una ciudad binacional: la bandera canadiense alzada a la par de la norteamericana. Aquí aprendimos que el lago Superior está a una altitud 7 metros superior a la del lago Huron, y es por eso que hay un canal que eleva los barcos que transitan del Huron al Superior. Fue muy interesante ver cómo funciona la cosa. Abandonamos Sault Ste. Marie muy a nuestro pesar rumbo al sur, cuando al norte estaba el Canadá, país al que a mí todavía me dan tremendas ganas de emigrar. En cosa de una hora, más o menos, atravesamos el puente Mackinac, el tercer puente colgante más largo del mundo, y el más largo de EEUU. El resto del día lo pasamos en la isla de Mackinac. La visita a la isla fue lo mejor de nuestro viaje, y no por los chocolates, ni por la comida, ni por el turismo de abrir la boca y ver gente, todo ello muy placentero. Lo más divertido fue darle, literalmente, la vuelta a la isla en bicicleta. Mejor aún, una sola bicicleta fue suficiente, porque era una bicicleta para dos personas. La vuelta en bici fue divertida y la vista del lago y la playa maravillosa. Por cierto, de pura chiripa (coincidencia, para los no chapines) resultó que había una convención de políticos en la isla, y nos cruzamos con el senador Carl Levin, uno de los que respeto.

Llegada la noche, acampamos en Petoski, donde la batalla con los zancudos continuó, con catastróficas consecuencias. El geómetra de nuestras crónicas asesinó a un número transfinito de insectos. Al día siguiente partimos derrotados, y jurando no volver a acampar en el futuro cercano. El sentimentalismo pudo más que la sensatez, y nuestro geométra decidió visitar East Lansing, sitio sobre el que Borges escribiera un poema. Imaginó que habría una estatua de Borges en el campus de la universidad, que la biblioteca pública se llamaría Babel, pero ya se sabe que la geometría errante, como la caballería errante, fomenta una imaginación hiperactiva: la mismísima bibliotecaria no sabía quién era Borges. Para juste de cuentas, Borges ha de haber estado ya ciego cuando escribió su poema sobre East Lansing. El sitio no tiene encanto alguno.

Nuestra exploración del estado de Michigan terminó en Ann Arbor, la ciudad más bonita de la región. Me pregunto si Kami estudió allí. Es un sitio realmente extraordinario. A juzgar por lo poco que vimos, el pueblito no tiene nada que envidiarle a las grandes ciudades norteamericanas: restaurantes de primera calidad, una vida cultural muy activa, y una universidad élite. Pasamos la noche allí, y luego emprendimos nuestro retorno triunfal al terruño. En el camino escuchamos un audio-libro de Margaret Atwood, y henos aquí en casa, yo escribiendo estas líneas, y K. cuidando de los gatos.